30 d’ag. 2010

Spetsai, Nauplia, Iannopoulos

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Yo no tengo nada de escritor —agregó—. Soy un improvisador. Me gusta escucharme. Y hablo mucho; es un vicio.» Y luego pensativamente: «Además, ¿para qué me serviría ser un escritor griego? ¿Quién lee el griego? Entre nosotros el que encuentra mil lectores es un hombre con suerte. Los griegos cultos no leen a sus propios escritores; prefieren las obras alemanas, inglesas, francesas. En Grecia un escritor no tiene salida». «Pero sus obras se podrían traducir a otros idiomas», sugerí. «No hay ningún idioma capaz de dar el sabor y la belleza del griego moderno —me respondió—. El francés es de madera, inflexible, paralizado por la lógica, demasiado preciso. El inglés es demasiado insulso, demasiado prosaico, demasiado comercial; no hay manera de fabricar verbos en inglés.» Y siguió hablando en este tono, blandiendo con furia su bastón. Comenzó a recitar un poema de Seferiades en griego: «¿Oye eso? No es más que sonido; es una maravilla. ¿Qué tienen ustedes en inglés que se pueda comparar en belleza y pureza a esta sonoridad?». Luego, de repente, recitó un versículo de la Biblia. «Esto sí, esto se aproxima un poco —dijo—, pero es una lengua que ya no se usa; es una lengua muerta hoy día. Su idioma, hoy en día, ya no tiene redaños. Ustedes están todos castrados, ustedes se han convertido en hombres de negocios, en ingenieros, en técnicos. Eso suena a moneda de madera cayendo en una cloaca. Nosotros tenemos un idioma... y un idioma que no cesamos de crear. Una lengua para poetas, no para tenderos. Escuche esto —y se puso a recitar otro poema en griego—. Es de Sekelianos. Supongo que es un nombre que no le dice nada. Como tampoco Yannopoulos, ¿no es verdad? Yannopoulos es más grande que Walt Whitman y que todos vuestros poetas americanos juntos. Estaba loco, sí, como todos nuestros grandes tipos. Se enamoró de su país... Es algo divertido, ¿eh? Sí, se emborrachó tanto con la lengua griega, la filosofía griega, el cielo griego, las montañas griegas, el mar griego, las islas griegas, incluso con el mundo vegetal griego, que se suicidó. En otra ocasión ya le contaré cómo; es otra historia. ¿Tienen ustedes escritores capaces de matarse por pura embriaguez de amor? ¿Existen escritores franceses, alemanes o ingleses que sientan hasta ese extremo su país, su raza, su suelo? Sus nombres, dígame sus nombres... Cuando volvamos a Atenas le leeré trozos de Yannopoulos. Le leeré lo que dice de las rocas, sólo de las rocas, nada más que de ellas. Usted no puede saber lo que es una roca hasta que no haya escuchado lo que de ella ha escrito Yannopoulos. Habla de las rocas durante páginas y páginas, y cuando no encuentra rocas para seguir delirando, entonces las inventa. La gente dice que Yannopoulos estaba chiflado. No estaba chiflado, estaba loco. Hay diferencia entre ambas cosas. Su voz era demasiado potente para su cuerpo, y le consumió. Era como Ícaro; el sol le fundió las alas. Subió demasiado alto. Era un águila. Esa banda de conejos que llamamos críticos no pueden comprender a un hombre como Yannopoulos. Estaba fuera de toda proporción. De creerlos, Yannopoulos deliraba en todo. No tenía el sens de la mesure, como dicen los franceses. Mesure, ¿me entiende usted? ¡Pequeña y mezquina palabra! Los franceses miran el Partenón, y encuentran en él proporciones muy armoniosas. Todo esto son sandeces. Las proporciones humanas exaltadas por los griegos eran sobrehumanas. No eran proporciones francesas. Eran divinas, porque la verdadera Grecia es un dios, no un ser prudente, preciso, calculador y con alma de ingeniero...»



KATSIMBALIS en boca de HENRY MILLER a The Colossus of Maroussi.