10 de nov. 2015

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Sonó entonces el teléfono. Era mi madre, que llamaba para saber qué hacía. Le dije que estaba trabajando en un poema narrativo negativo, un poema que se niega a comenzar porque el comienzo es un sinsentido en un universo infinito, y que por esa misma razón se niega a terminar. Es, todo él, un espacio intermedio suprimido, una conjunción inagotable. "Y, amá -le dije-, se niega a enmascarar la quietud esencial y universal, y por lo tanto limita sus observaciones a lo que nunca ocurre".

Entonces dijo mi madre: "Tu padre me hablaba a menudo de la poesía narrativa. Decía que era una mujer con un vestido largo y que portaba flores. Era pelirroja y el pelo le caía suavemente sobre los hombros. Decía que la poesía narrativa sucedía habitualmente en primavera y que tenía que ver con un hombre. La mujer se acercaba a la casa de él, lo saludaba y dejaba caer sus flores. Por lo visto esto -añadió mamá- pretendía dar a entender la inutilidad de la poesía narrativa".

"Pero mamá -le dije-, lo que llamamos narración es simplemente la sumisión a los insufribles reclamos del predicado sobre el futuro; perpetú su continuación, florece en otro predicado. ¡No pienses que las nociones de conclusión se fundan en nuestra añoranza de un predicado estéril!". "Eso es absolutamente cierto -dijo mi madre-, no hay otra forma de concebirlo". Y colgó.