23 de febr. 2016

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UN MONTE

En Italia, donde estas cosas pasan,
tuve una vez una visión -se entiende:
no como las de Dante, no la visión de un santo,
quizá ni una visión de veras. Con mis amigos
curioseaba en la plaza soleada
muy de mañana. La greca nítida de sombras
de las grandes sombrillas cubría el pavimento:
bajíos relucientes en que anclava la breve 
armada de carretas. Libros, monedas, mapas,
paisajes burdos, feas estampas religiosas,
todo en venta. Colores, ruidos,
manos al vuelo: gestos exultantes;
aun el regateo
cual verbosa piedad subía hasta el oído.
Y entonces ocurrió: todo calló de pronto,
y oscureció; los carros, la gente y el mismísimo
gran Palacio Farnese, con todo y tanto mármol,
se hicieron aire. En su lugar había
un monte ocre pelado. Cuánto frío
hacía, casi helaba, con presagios de nieve.
Como viejos herrajes, los árboles: chatarra
junto a un muro de fábrica. No había viento y no hubo
más sonido en un rato que el crujido levísimo 
del hielo que mis pies quebraban en el lodo.
Vi un pedazo de cinta enredado en un seto,
no otro signo de vida. Y luego oí
como el trueno era un rifle. Un cazador, pensé:
no estaba solo, al menos. Pero entonces llegó
el golpe suave, como de papel,
de una gran rama que caía no sé dónde, invisible.

Y fue todo, a excepción del frío y el silencio
que, como el monte, se anunciaban eternos.

Resurgieron los precios, y los dedos: fui devuelto
al sol y a mis amigos. Pero por más de una semana
me aterró la amargura pelada que había visto.
Todo esto ocurrió hace unos diez años
y no me preocupó hasta que hoy, por fin,
recordé ese monte: está justo a la izquierda
del camino que sale de Pouhkeepsie, y de niño
pasaba horas mirándolo en invierno.


(ANTHONY HECHT, versió d'Aurelio Asiain 
(versos 19, 32, 38, 40 i títol modificats -per és info, aquí-)).